por
Michel Foucault
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Creo que el siglo XIX en Europa produjo un tipo de autor singular que no debe ser confundido con los “grandes” autores literarios, o los autores de textos religiosos canónicos y los fundadores de las ciencias. De manera algo arbitraria, podríamos llamarlos “iniciadores de prácticas discursivas”.
La contribución distintiva de estos autores es que produjeron no sólo su propia obra, sino también la posibilidad y las reglas de formación de otros textos. En este sentido, su rol difiere completamente de aquel novelista, por ejemplo, quien, básicamente, nunca es más que el autor de su propio texto. Freud no es simplemente el autor de La interpretación de los sueños o de El chiste y su Relación con lo Inconsciente, y Marx no es simplemente el autor del Manifiesto Comunista o El Capital: ambos establecieron la infinita posibilidad del discurso.
Obviamente, puede hacerse una fácil objeción. El autor de una novela puede ser responsable de algo más que su propio texto; si él adquiere alguna “importancia” en el mundo literario, su influencia puede tener ramificaciones significativas. Para tomar un ejemplo muy simple, podría decirse que Ann Radclife no escribió simplemente Los Misterios de Udolfo y algunas otras novelas, sino que también hizo posible la aparición de Romances Góticos a comienzos del siglo XIX. En esta medida, su función como autora excede los límites de su obra.
Sin embargo, esta objeción puede ser refutada por el hecho de que las posibilidades reveladas por los iniciadores de prácticas discursivas (usando los ejemplos de Marx y Freud, quienes, creo, son los primeros y los más importantes) son significativamente diferentes de aquellas sugeridas por los novelistas. Las novelas de Ann Radclife pusieron en circulación un cierto número de semejanzas y analogías pautadas en su obra, varios signos, figuras, relaciones y estructuras que podían ser integradas a otros libros. En pocas palabras, decir que Ann Radclife creó el Romance Gótico significa que hay ciertos elementos comunes a sus obras y al romance gótico del siglo XIX: la heroína arruinada por su propia inocencia, la fortaleza secreta que funciona como ciudad paralela, el héroe proscrito que jura venganza al mundo que lo ha excomulgado, etc.
Por otro lado, Marx y Freud, como “iniciadores de prácticas discursivas”, no sólo hicieron posible un cierto número de analogías que podían ser adoptadas por textos futuros, sino que también, y con igual importancia, hicieron posible un cierto número de diferencias. Abrieron un espacio para la introducción de elementos ajenos a ellos, los que, sin embargo permanecen dentro del campo del discurso que ellos iniciaron.
¿No es éste el caso, sin embargo, del fundador de cualquier ciencia nueva o de cualquier autor que exitosamente transforma una ciencia existente? Después de todo, Galileo es indirectamente responsable de los textos de aquellos quienes mecánicamente aplicaron las leyes que él formuló; además de haber preparado el terreno para la producción de afirmaciones muy diferentes a las suyas. Superficialmente entonces, la iniciación de prácticas discursivas parece similar a la fundación de cualquier empresa científica, pero creo que hay una diferencia fundamental.
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En un programa científico, el acto fundacional se encuentra en pie de igualdad con sus futuras transformaciones: es meramente una entre las muchas que hace posible. Esta interdependencia puede adoptar distintas formas. En el desarrollo futuro de una ciencia, el acto fundacional puede parecer poco más que una única instancia de un fenómeno más general que ha sido descubierto. Podría ser cuestionado, en forma retrospectiva, por ser demasiado intuitivo o empírico, y sometido a los rigores de nuevas operaciones teóricas, a los efectos de situarlos en un ámbito formal. Finalmente, podría considerarse una generalización precipitada cuya validez debería ser restringida. En otras palabras, el acto fundacional de una ciencia puede ser siempre recanalizado a través de la maquinaria de transformaciones que ha instituido.
Por otro lado, la iniciación de una práctica discursiva es heterogénea con respecto a sus transfromaciones ulteriores. Ampliar la práctica sicoanalítica, tal como fuera iniciada por Freud, no es conjeturar una generalidad formal no puesta de manifiesto en su comienzo; es explorar un número de ampliaciones posibles. Limitarla es aislar en los textos originales un pequeño grupo de proposiciones o afrimaciones a las que se les reconoce un valor inaugural y que revelan a otros conceptos o teorías freudianas como derivados. Finalmente, no hay afirmaciones “falsas” en la obra de estos iniciadores; aquellas afirmaciones consideradas inesenciales o “prehistóricas”, por estar asociadas con otro discurso, son simplemente ignoradas en favor de los aspectos más pertinentes de su obra.
La iniciación de una práctica discursiva, a diferencia de la fundación de una ciencia, eclipsa y está necesariamente desligada de sus desarrallos y transfromaciones posteriores. En consecuencia, definimos la validez teórica de una afirmación con respecto a la obra del iniciador, mientras que en el caso de Galileo o Newton, está basada en las normas estructurales e intrínsecas establecidas en Cosmología o Física. Dicho esquemáticamente, la obra de estos iniciadores no está situada en relación con la ciencia o en el espacio que ésta define; más bien, es la ciencia o la práctica discursiva que se relaciona con sus obras como los puntos primarios de referencia.
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De acuerdo con esta definición, podemos entender por qué es inevitble que los practicantes de tales discursos deban “regresar al origen”. Aquí, además, es necesario distinguir el “regreso” de los “redescubriemientos” o las “reactivaciones científicas”. “Redescubrimientos” son los efectos de la analogía o el isomorfismo con formas actuales del conocimiento que permiten la percepción de figuras olvidadas u ocultas. “Reactivación” se refiere a algo muy diferente: la incersión del discurso en ámbitos totalmente nuevos de generalización, práctica y transformaciones.
La frase “regresar a”, designa un movimiento con su propia especificidad, que caracteriza a la iniciación de prácticas discursivas. Si regresamos, es debido a una omisión básica y constructiva, una omisión que no es el resultado de un accidente o incomprensión. En efecto, el acto de iniciación es tal, en su esencia, que está inevitablemente sujeto a sus propias deformaciones; aquello que expone este acto y deriva de él es, al mismo tiempo, la raíz de sus divergencias y parodias. Esta omisión deliberada debe estar regulada por operaciones precisas que pueden ser situadas, analizadas y reducidas a un regreso al acto de iniciación.
La barrera impuesta por la omisión no fue agregada desde el exterior; se origina en la práctica discursiva en cuestión, la que le aporta su ley. Tanto la causa de la barrera como el medio para su remoción -esta omisión- (también responsable de los obstáculos que impiden regresar al acto de iniciación) sólo pueden ser resueltos por medio de un regreso. Además, se trata siempre de un regerso al texto en sí mismo, específicamente, a un texto primario y sin ornamentos, prestando particular atención a aquellas cosas registradas en los intersticios del texto, sus espacios en blanco y sus ausencias. Regresamos a aquellos espacios vacíos que han estado cubiertos por omisión u ocultos en una plenitud falsa y engañosa.
En estos redescubrimientos de una carencia esencial, encontramos la oscilación de dos respuestas características: “Esta observación ha sido hecha, no puede evitar verla si sabe leer”, o a la inversa, “No, esa observación no está hecha en ninguna de las palabras impresas en el texto, pero está expresada a través de las palabras, en sus relaciones y en la distancia que las separa”. De ello resulta naturalmente que este regreso, que es una parte del mecanismo discursivo, introduce modificaciones constantemente y que el regreso a un texto no es un suplemento histórico que se adheriría a la discursividad primaria y la redoblaría bajo la forma de un ornamento que después de todo, no es esencial. Es más bien un medio efectivo y necesario para transformar la práctica discursiva.
Un estudio de las obras de Galileo podría alterar nuestro conocimiento de la historia, pero no de la ciencia de la mecánica, mientras que un reexamen de los libros de Freud o Marx puede transformar nuestra interpretación del sicoanálisis o del marxismo.
Una última característica de estos regresos es que tienden a reforzar el vínculo enigmático entre un autor y sus obras. Un texto tiene un valor inaugural precisamente porque es la obra de un autor particular y nuestros regresos están condicionados por este conocimiento. El redescubrimiento de un texto desconocido de Newton o Cantor no modificará la cosmología clásica o la teoría de grupos; a lo sumo, cambiará nuestra apreciación de sus génesis históricas. Sin embargo, sacar a la luz Esquema del Psicoanálisis, a tal punto que lo reconozcamos como un libro de Freud, puede transformar no sólo nuestro conocimiento histórico sino también el campo de la teoría sicoanalítica, ya sea solamente a través de un cambio en la focalización o a nivel medular. Estos regresos, componentes importantes de las prácticas discursivas, construyen una relación entre autores “fundamentales” y mediatos, que no es idéntica a aquella que liga un texto ordinario a su autor inmediato.
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Desafortunadamente, hay una decidida ausencia de proposiciones positivas en este ensayo ya que se refiere a procedimientos analíticos o directivas para investigaciones futuras, pero debo al menos dar las razones por las cuales atribuyo tanta importancia a la continuación de este trabajo. Desarrolllar un análisis similar podría proveer la base para una tipología del discurso. Una tipología de esta clase no puede ser entendida adecuadamente en relación con los rasgos gramaticales, las estructuras formales y los objetos del discurso ya que indudablemente existen propiedades discursivas específicas o relaciones que son irreductibles a las reglas de la gramática y de la lógica y a las leyes que gobiernan los objetos.
Estas propiedades requieren investigación si esperamos distinguir las grandes categorías del discurso. Las diferentes formas de relaciones (o la ausencia de éstas) que un autor puede asumir son evidentemente una de estas propiedades discursivas. Esta forma de investigación podría también permitir la introducción de un análisis histórico del discurso. tal vez ha llegado la hora de estudiar no sólo el valor expresivo y las transformaciones formales del discurso sino su modo de existencia: las modificaciones y variaciones, dentro de cualquier cultura, de los modos de circulación, valorización, atribución y apropiación. En parte a expensas de los temas y conceptos que un autor ubica en su obra, el “autor-función” podría también revelar la manera en que el discurso es articulado sobre la base de las relaciones sociales.
¿No es posible reexaminar, como una extensión legítima de este tipo de análisis, los privilegios del sujeto? Claramente, al emprender un análisis interno y arquitectónico de una obra (tanto sea un texto literario, un sistema filosófico o un trabajo científico) y al delimitar referencias sicológicas y biográficas, surgen sospechas concernientes a la naturaleza absoluta y al rol creativo del sujeto. Pero el sujeto no debería ser abandonado por completo. Debería ser reconsiderado, no para reestablecer el tema de un sujeto originador, sino para captar sus funciones, su intervención en el discurso y su sistema de dependencias.
Deberíamos suspender las preguntas típicas: ¿cómo un sujeto aislado penetra la densidad de las cosas y las dota de significado? ¿Cómo cumple su propósito dando vida a las reglas del discurso desde el interior?
Más bien, deberíamos preguntar: ¿bajo qué condiciones y a través de qué formas puede una entidad como el sujeto aparecer en el orden del discurso? ¿Qué posición ocupa? ¿Qué funciones exhibe? y ¿qué reglas sigue en cada tipo de discurso? En pocas palabras, el sujeto (y sus sustitutos) debe ser despojado de su rol creativo y analizado como una función, compleja y variable.
El autor, o lo que he llamado “autor-función”, es indudablemente sólo una de las posibles especificaciones del sujeto y, considerando transformaciones históricas pasadas, parece ser que la forma, la complejidad, e incluso la existencia de esta función, se encuentran muy lejos de ser inmutables. Podemos imaginar fácilmente una cultura donde el discurso circulase sin necesidad alguna de su autor. Los discursos, cualquiera sea su status, forma o valor, e independientemente de nuestra manera de manejarlos, se desarrollarían en un generalizado anonimato.
No más repeticiones agotadoras. “¿Quién es el verdadero autor?” “¿Tenemos pruebas de su autenticidad y originalidad?” “¿Qué ha revelado de su más profundo ser a través de su lenguaje?”. Nuevas preguntas serán escuchadas: “¿Cuáles son los modos de existencia de este discurso?” “¿De dónde proviene? ¿Cómo se lo hace circular? ¿Quién lo controla?” “¿Qué ubicaciones están determinadas para los posibles sujetos?” “¿Quién puede cumplir estas diversas funciones del sujeto?”. Detrás de todas estas preguntas escucharíamos poco más que el murmullo de indiferencia: “¿Qué importa quién está hablando?”
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Fragmento de “¿Wath is an author?” (1969), en Critical Theory since 1965, Hazard Adams y Leroy Searle (eds.), Florida State UP, Tallahassee, 1966 (138/148).